La actual situación de incertidumbre económica y su incidencia sobre el alza de precios y costes manifiesta problemas prácticos en relación con al interpretación de las prorrogas de contratos quebrando en ocasiones el principio de honesta equivalencia de lo pactado.
En el artículo 35.1 g) de la Ley 9/2017 de Contratos del Sector Público (LCSP) se contiene, entre los elementos que necesariamente han de configurar el contenido mínimo del contrato, “la duración del contrato o las fechas estimadas para el comienzo de su ejecución y para su finalización, así como la de la prórroga o prórrogas, si estuviesen previstas”.
El artículo 29.1 LCSP afirma que “La duración de los contratos del sector público deberá establecerse teniendo en cuenta la naturaleza de las prestaciones, las características de su financiación y la necesidad de someter periódicamente a concurrencia la realización de las mismas, sin perjuicio de las normas especiales aplicables a determinados contratos”. Este mandato es claro y pretende preservar la correcta ejecución de una prestación. Así, el plazo de duración de los contratos se configura como un elemento de racionalidad y consistencia de la contratación del sector público. Lo que significa que la duración de los contratos deberá establecerse teniendo en cuenta factores como la naturaleza de las prestaciones, las características de la financiación y la necesidad de someter a concurrencia periódicamente la realización de las mismas.
Como ha explicado la Junta Consultiva de Contratación Pública (expediente 87/2021 de 1 enero) en los contratos de actividad, el tiempo opera como elemento extrínseco definitorio de la prestación y límite de la misma, de manera que, expirado el plazo, el contrato se extingue necesariamente por su cumplimiento, aunque el plazo fijado habría podido ser diferente. Si el órgano de contratación quiere prever de antemano la posibilidad de acordar una mayor duración de la actividad deberá acudir en estos casos a la previsión de prórrogas, como figura especialmente prevista en la LCSP para estos supuestos.
La prórroga de los contratos representa la excepción al principio de extinción del contrato por su cumplimiento que, antes de su finalización, permite extender en el tiempo la aplicación de las condiciones pactadas inicialmente. En los supuestos de prórroga del contrato se habrá de ampliar la correspondiente retribución a las prestaciones realizadas en el nuevo plazo acordado (influyendo la obligatoria previsión de las prórrogas del contrato a la hora del cálculo del valor estimado del contrato de conformidad con el artículo 101.2.a) de la LCSP).
La prórroga de un contrato, como potestad unilateral de todo poder adjudicador y todo tipo de contrato público, resulta posible siempre que se encuentre prevista en el propio contrato, se mantengan las condiciones establecidas en su celebración y se cumplan los requisitos establecidas para ello (art. 29.2 LCSP). El artículo 29.2 es claro: aunque la prórroga estuviera prevista no será viable si no se mantienen las condiciones establecidas en su celebración. Y la alteración desproporcionada de costes, por causas imprevisibles ajenas a la buena diligencia empresarial es, a nuestro juicio, un ejemplo claro de alteración de condiciones.
Conforme al artículo 3 del Código Civil, «las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas». Conforme al criterio gramatical, las normas se interpretan según el sentido propio de sus palabras. Es un criterio según el cual, el intérprete ha de atender al significado gramatical de las palabras que componen la norma. Lo que persigue este criterio, es que nunca se fuerce el tono literal de las normas con interpretaciones que excedan los límites de aquello que sea razonablemente comprensible. Por ello, de las previsiones regulatorias vigentes no resulta comprensible una visión “estática” del contrato público, máxime en momentos de incertidumbre, como los actuales, donde el alza de las materias primas y de los costes energéticos ponen en riesgo la viabilidad de contratos públicos ya celebrados.
En conclusión, el plazo es un elemento esencial del contrato pero la aplicación de la exigencia forzosa de una prórroga queda condicionada a que se mantengan las condiciones pactadas. No hay que olvidar que todo contrato, con independencia de su naturaleza jurídica, se ha de procurar satisfacer el interés general (que es la causa del mismo), y para ello las prestaciones que las partes se obligan a dar, entregar o recibir deben resultar equivalentes desde el punto de vista económico 1.
En consecuencia, salvo que la decisión de prorrogar incorpore el ajuste de la retribución a los costes reales derivados de forma imprevisible y que no fueron parte por ello de los compromisos de la oferta, no podrá imponerse una prorroga forzosamente pues el artículo 29 LCSP no habilitaría tal opción (aunque lo previera el pliego).
Avala esta conclusión la correcta aplicación del principio de proporcionalidad en la interpretación de las condiciones de prorroga forzosa. Este principio, desde la óptica del derecho europeo, exige que los actos de los poderes públicos no rebasen los límites de lo que resulta apropiado y necesario para el logro de los objetivos legítimamente perseguidos por la normativa controvertida, entendiéndose que, cuando se ofrezca una elección entre varias medidas adecuadas, deberá recurrirse a la menos onerosa, y que las desventajas ocasionadas no deben ser desproporcionadas con respecto a los objetivos perseguidos (sentencias de 13 de noviembre de 1990, Fedesa y otros, C-331/88, apartado 13, de 5 de octubre de 1994, Crispoltoni y otros, C-133/93, C-300/93 y C-362/93, apartado 41, y de 5 de mayo de 1998, As. C157/96, National Farmers’ Union y otros, apartado 60). Aplicado a los supuestos de prórroga forzosa, debe entenderse que dicho principio obliga al órgano competente a adoptar la decisión más respetuosa y “equilibrada” con los distintos intereses en juego, descartando interpretaciones formalistas contrarias al resultado perseguido por la norma. En este contexto, el principio de proporcionalidad se erige como un parámetro fundamental de fundamentación, primero, y de control, después, de la actuación discrecional de los poderes públicos, que permite examinar la idoneidad, la necesidad y la correcta ponderación de sus decisiones a la luz de la finalidad que con ellas se pretende alcanzar. Este principio brinda un esquema de razonamiento que ha de ser utilizado tanto por la Administración como por los órganos de control, significativamente los órganos jurisdiccionales, a la hora de adoptar o, en su caso, verificar la conformidad a Derecho de un determinado acto o disposición general que suponga una restricción de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos. Por ello, de correcta aplicación del principio de proporcionalidad deriva en que NO resulta viable jurídicamente la opción de imponer una prórroga forzosa cuando los elementos económicos (costes) de la oferta se han alterado de forma imprevisible con clara distorsión a “la economía del contrato”.
Se puede concluir, por ello, que la decisión de iniciar un expediente de tramitación prórroga cuando no concurren los elemento fácticos y jurídicos necesarios que justifican tal opción desde el respeto a los principios de la contratación pública, supone que dicha decisión no respeta el principio de proporcionalidad desde la perspectiva de su estructura lógica compuesta por tres subprincipios o niveles de examen: “idoneidad”, “necesidad” y “proporcionalidad en sentido estricto”. La imposición forzosa de una prórroga, sin proceder al ajuste de la equivalencia de las prestaciones no resulta una decisión idónea. Tampoco resulta necesaria y, por supuesto, sería claramente proporcionada en sus efectos pues, actuando con la necesaria precaución el contexto de incertidumbre derivado en este último año no resultaba previsible ni formaría parte de la oferta del contratista (o concesionario).
La estructura de los pactos de cualquier contrato, público o privado, garantiza que se ha de mantener la equivalencia de lo pactado, conforme a los principios de buena fe y certeza jurídica. Por supuesto, el contratista asume el riesgo y ventura, lo que implica una exposición “ordinaria” a las incertidumbres del mercado donde su diligencia y experiencia empresarial son elementos determinantes. Cuando la LCSP (art. 29.2) prevé la opción de prórrogas forzosas al finalizar el pazo inicial del contrato lo que pretende es asegurar en el tiempo las prestaciones del contrato (en tanto se ejecute correctamente, claro) lo que exige que las condiciones del contrato no hayan cambiado sustancialmente. El artículo 102.3 LCSP establece que en toda licitación los poderes adjudicadores “cuidarán de que el precio sea adecuado para el efectivo cumplimiento del contrato” de lo que se infiere que un poder adjudicador debe garantizar ese precio adecuado que, en modo alguno, debe considerarse inmutable y que, en caso de prórroga, obligaría a actualizar el modelo conforme al cambio de costes no imputable a la diligencia empresarial. La prerrogativa de imponer una prórroga al contratista debe analizarse de forma contextualizada con los principios básicos de la contratación pública y con la necesidad de certeza jurídica sobre el alcance de compromisos. Pretender prorrogar en un contexto evidente de costes empresariales va más allá del fundamento de esta técnica, al imponer unilateralmente una esfuerzo económico desproporcionado a la empresa, que incurrirá en pérdidas por causas ajenas a su oferta, lo que comprometerá además la correcta ejecución.
La prerrogativa de prórroga tiene sentido en tanto las condiciones iniciales del contrato se mantengan inalteradas (o mínimos cambios asumibles en la oferta del contratista) pero no así cuando se altera de forma indebida la estructura de retribución, que es oferta del contratista y que forma parte del contrato. El principio de “honesta equivalencia de lo pactado” es, necesariamente, el elemento de referencia para determinar la corrección jurídica de la prerrogativa de prorrogar el contrato. Así, si no se “ajustan” los derechos y deberes (y la retribución) al nuevo contexto, sin alterar las reglas esenciales para no falsear la competencia, el poder adjudicador no podrá imponer dicha prórroga de forma unilateral, por lo que procederá la resolución del contrato por cumplimiento.
La indebida aplicación, por romper las exigencias de “honesta equivalencia” y proporcionalidad inherentes a todo contrato público ponen de relieve que la decisión de imponer una prórroga ex artículo 29.2 LCSP en el actual contexto podría incurrir en un vicio de desviación de poder, pues todo acto administrativo debe resultar conforme con las previsiones de la norma jurídica. Y esa aplicación ha de servir expresa o implícitamente a los fines previstos en aquélla. Su inobservancia (como sucedería en este caso de forma notoria), conducirá al vicio de desviación de poder (artículo 48 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas; artículo 83.3 Ley 29/1998 y, también, artículo 106.1 Constitución).
La posibilidad de prorrogar unilateralmente que refiere el artículo 29.2 LCSP tiene límites claros: la seguridad jurídica de lo pactado, la proporcionalidad en la aplicación y la buena fe. Forzar la interpretación del alcance de esta prorrogativa y vincularla incluso al concepto de riesgo y ventura de al oferta carece, como se ha explicado de cobertura y racionalidad jurídica, en tanto supone una interpretación contraria al derecho de la contratación pública.
Las potestades no son un privilegio sino poderes mensurables por su fin en todas sus facetas. El canon de la proporcionalidad, de la racionalidad, de la oportunidad, permiten la ponderación en el ejercicio de las potestades. Es este un criterio jurisprudencial uniforme en el Tribunal Supremo, que ha entendido que el ejercicio de las prerrogativas de la Administración en materia contractual ha de realizarse “dentro de los límites y con sujeción a los requisitos y efectos señalados en la normativa jurídica, sin que ello quiera decir que tal modificación unilateral pueda afectar a las estipulaciones esenciales del contrato” (por ejemplo, la sentencia de 28 de febrero de 1989) 2.
En contratación pública, además, debe advertirse que por exigencias del derecho comunitario europeo el fundamento regulatorio ya no es el contrato administrativo (y su régimen exorbitante) sino el derecho de la competencia y donde las potestades exigen una clara reinterpretación sobre su alcance y efectos (como es notorio ha sucedido con la modificación del contrato hasta el extremo de no existir ya, en puridad, el ius variandi pues la modificación del contrato se limita a reglas concretas fuera del arbitrio o libre disposición del poder adjudicador).
Por ello, la prórroga ex artículo 29.2 LCSP debe interpretarse correctamente como posibilidad en tanto exista se cumplan los parámetros del conocido principio “rebus sic stantibus intellegitur” de forma que, cuando se superan esos límites el poder adjudicador NO podrá utilizar dicha opción sin proceder a una adecuada y honesta adaptación de los pactos del contrato (como sucede, por cierto, en los supuestos de fuerza mayor, hecho imprevisible o factum principis). La introducción o previsión de prórrogas en los contratos se supedita a la obligación de mantener las características del contrato de que se trate inalterables durante toda su vigencia (antes y después de las prórrogas). Y la estructura de retribución y de riesgos asumidos en la oferta lo es.
Lo explicado supone que, de no procederse a esa recuperación de la “honesta equivalencia” carecería de presupuesto habilitante válido la opción (que no regla inmutable) del artículo 29.2 LCSP, por lo que, vencido dicho plazo inicial del contrato el mismo, por cumplimiento se extinguirá, sin que se pueda exigir por el poder adjudicador una prolongación descontextualizada de las condiciones de un contrato que se debe interpretar en todo caso, de forma sistemática, y donde los privilegios (como lo es la previsión del artículo 29.2) se interpretan restrictivamente al no ser ya un elemento propio ni natural de la arquitectura europea de la contratación pública. La decisión de prorrogar ex artículo 29.2 LCSP no es en modo alguno automática y exige del poder adjudicador explicar y justificar adecuadamente porque no se han alterado las condiciones esenciales del contrato, en tanto presupuesto habilitante para poder imponer la prórroga.
1 Y es que, como bien indicara el Conseil d´État francés: «Es de esencia misma de todo contrato de concesión el buscar y realizar, en la medida de lo posible, una igualdad entre las ventajas que se conceden al concesionario y las obligaciones que le son impuestas. Las ventajas y las obligaciones deben compensarse para formar la contrapartida entre los beneficios probables y las pérdidas previsibles. En todo contrato de concesión está implicada, como un cálculo, la honesta equivalencia entre lo que se concede al concesionario y lo que se le exige. Es lo que se llama la equivalencia comercial, la ecuación financiera del contrato de concesión” (Arrêt Compagnie générale française des tramways, de 21 de marzo de 1910).
2 Igualmente, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de sentar que cualesquiera que sean las modulaciones que la posición de una Administración pública introducen, nunca pueden llegar sus potestades de dirección o interpretación a atribuir a su exclusivo arbitrio la validez o el cumplimiento de los contratos, en contra de lo dispuesto en el artículo 1256 del Código Civil (sentencia de 24 de septiembre de 1991).