Estas políticas públicas se han de materializar en contrataciones necesarias, de calidad y eficientes.
La Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014, ha despejado cualquier duda en relación con la naturaleza de la contratación pública, significándola como una herramienta de inversión, y no de gasto, para hacer posible el desarrollo de políticas públicas. Estas políticas públicas se han de materializar en contrataciones necesarias, de calidad y eficientes.
Por tanto, nadie puede negar el valor estratégico de la contratación pública para conseguir que esas políticas públicas lleguen a modo de progreso a los ciudadanos para quienes, no se olvide, se trabaja y se contrata.
Este valor estratégico ha supuesto considerar la contratación pública como un vehículo adecuado para obtener mejoras sociales, medioambientales y de otros órdenes. Obvia decir que estas decisiones, que mejoran la calidad de lo contratado, implican unos sobrecostes relacionados con las estructuras de producción y que no pueden ser a precio cero.
Sirvan de ejemplo el empleo de sectores de población en riesgo de exclusión, la mejora de las condiciones laborales, modos de producción que incorporan los principios de la economía circular y la sostenibilidad, mejores estándares de calidad etc. Todas estas políticas están íntimamente relacionadas con el coste total del contrato y por ende al precio en el que las administraciones podrán adjudicar.
Ha sido norma habitual, y en opinión del autor errónea por no ajustada a la realidad de la ejecución de los contratos, el desvincular y obviar la estrecha relación de la calidad de las ofertas y el precio ofertado.
Igualmente equívoca ha sido la presunción de que el mercado tiene capacidad de autorregulación cuando se exigen mejoras en la calidad, el valor social, la sostenibilidad y las condiciones laborales. El desistimiento continuado de contratos de obras y servicios, los continuos concursos de acreedores en determinados sectores productivos, junto con la continua tramitación de modificados “técnicos” (sin variación económica, pero una pérdida continua de la calidad de la prestación), son una muestra de que las formas de contratación no están siendo las más adecuadas.
El primer paso para una contratación exitosa es llegar a conocer el mercado de forma adecuada por parte de los responsables de los órganos de contratación que formulan las especificaciones técnicas, los estándares de calidad y el coste de los mismos.
Si este trabajo se realiza a conciencia y con una calidad suficiente, es sensato pensar que los precios que podrán ofertar las empresas en cualquier licitación estarán dentro del orden de magnitud del valor estimado del contrato. Lo que nunca tendría sentido serían ofertas con unos importes de baja del orden del treinta, cuarenta e incluso cincuenta por ciento. Quizás sea interesante actualizar la famosa frase y recordar que “nadie da euros a sesenta céntimos”.
En aquellos contratos en los se empleen además del precio otros criterios de valoración vinculados a la calidad de la prestación, parece sensato modular el criterio precio y establecer unos límites en las ofertas económicas de manera que no se desvirtúe la calidad de la propuesta ofertada (véase Resolución nº 853/2019 del Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales, de 18 de julio de 2019).
Sin necesidad de llegar al extremo de licitaciones a precio fijo (posibilidad regulada a partir del art.64.2 de la Directiva 2014/24/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de febrero de 2014, sobre contratación pública y por la que se deroga la Directiva 2004/18/CE) la resolución del TACRC anteriormente citada admite la posibilidad de utilizar fórmulas de valoración de las ofertas económicas que, poniendo en valor la relación entre la calidad de las prestaciones a contratar y su coste, eviten la presentación de ofertas mediocres a causa de la minoración de los precios ofertados o que no puedan llegar a ejecutarse conforme a contrato debido su falta de viabilidad económica.
En estos casos las administraciones pueden utilizar la reducción progresiva de la valoración de las ofertas a partir de un determinado nivel de baja o la no concesión de puntos adicionales a las ofertas que sean inferiores a una determinada cifra, umbrales de saciedad, para evitar los problemas ya citados.
De esta forma cobran sentido las expresiones recogidas en la legislación de oferta económicamente más ventajosa, la mejor relación coste-eficacia, la mejor calidad-precio, y el menor coste del ciclo de vida. Todas ellas se refieren y llevan intrínseca la relación entre el precio, la viabilidad económica y la calidad de las ofertas.
Esta forma de valorar las proposiciones económicas es una herramienta más, como lo es establecimiento de criterios de consideración de ofertas anormalmente bajas regulada por el art. 149 de la LCSP, para tratar de evitar que determinadas propuestas económicas afecten a los objetivos de la contratación pública en términos de calidad final de las prestaciones del contrato, evaluadas a lo largo de todo su ciclo de vida.
Subyace la cuestión de la importancia inducida en el proceso de valoración de proposiciones de aquellos criterios sometidos a juicio de valor por parte de quien lleva a cabo el estudio y puntuación de las ofertas.
El incluir umbrales de saciedad, desde un punto de vista práctico, reduce las diferencias en las puntuaciones que obtienen las empresas en las proposiciones económicas y por ende se le concede un mayor protagonismo a las puntuaciones relativas a cuestiones técnicas, de calidad, organizativas, etc.
Sobre cómo han de llevarse estas valoraciones se hace necesario recordar que los juicios de valor emitidos en los procesos de valoración de ofertas deberán ser objetivos, formulados desde la discrecionalidad técnica, pero siempre soportados sobre evidencias aportadas en la documentación del licitador.
Tal y como recogen algunas resoluciones de tribunales (Resolución nº 448/2016, del Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales), “los informes técnicos están dotados de una presunción de acierto y veracidad, precisamente por la cualificación técnica de quienes los emiten”.
Se entiende por todo ello que la utilización de umbrales de saciedad a la hora de valorar contratos públicos es perfectamente válida y compatible con las buenas prácticas en los procedimientos. Las posibles irregularidades que se derivaran de comportamientos no éticos (corrupción, colusión, conflictos de intereses, etc.) se pueden presentar utilizando otros criterios de valoración.
El comportamiento ejemplar de los empleados públicos ha de cimentarse en una educación en valores y en una concienciación individual y social de lo público. Todo ello al margen de los mecanismos de seguimiento y control que se establezcan y de la formulación códigos de conducta, éticos o deontológicos, que si bien tienen su importancia institucional no sustituyen a los compromisos individuales de quienes participan en la contratación pública.