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ObCP - Opinión
De la necesaria expulsión de los criterios desproporcionados y restrictivos de la contratación pública
19/10/2020

La Directiva UE 2014/24/UE, una de las que dio lugar a la aprobación de la Ley de Contratos del Sector Público actualmente vigente, puso mucho énfasis en el hecho que la contratación pública desempeña un papel clave en la estrategia europea, como uno de los instrumentos basados en el mercado que debe utilizarse para conseguir un crecimiento inteligente, sostenible e integrador, garantizando al mismo tiempo un uso más eficiente de los servicios públicos en todos los Estados Miembros de la Unión Europea.

Esa misma directiva, nacida en parte como resultado de los trabajos inspirados por y derivados del “Código europeo de buenas prácticas para facilitar el acceso de las pymes a los contratos públicos” aprobado en su día por la Comisión de las Comunidades Europeas, supuso un importante impulso para la adaptación de los sistemas legales de contratación pública de los estados miembros de la UE a las necesidades de las pymes.

Ello demuestra que la UE es plenamente consciente de que el peso específico en términos macroeconómicos agrupados de las pequeñas y medianas empresas, no tiene su debido reflejo en términos de acceso de la pyme a los contratos y procesos públicos de contratación, habida cuenta su situación de inferioridad y de mayor debilidad frente a las grandes compañías, no sólo en términos de capacidad económica, sino también en términos de dependencia económica de esas grandes compañías, -por vía de la subcontratación-, de manejo y acceso de información de las licitaciones y de capacidad de gestión administrativa.

Además, la pyme no tiene la posibilidad de realizar ofertas económicas, en ocasiones, en el límite de la viabilidad, como las que pueda realizar una gran compañía para ganar un contrato que, por lo menos, le sirva para cubrir sus costes de estructura.

Todo ello deja fuera de juego a las pymes, pues no disponen de la capacidad suficiente para competir, en un escenario como este, frente a las empresas más potentes de su sector.

Esto es reconocido por el legislador estatal en el preámbulo de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público cuando manifiesta, en el preámbulo de dicha Ley, que, “con esta normativa, la Unión Europea ha dado por concluido un proceso de revisión y modernización de las vigentes normas sobre contratación pública, que permitan incrementar la eficiencia del gasto público y facilitar, en particular, la participación de las pequeñas y medianas empresas (PYMES) en la contratación pública, así como permitir que los poderes públicos empleen la contratación en apoyo de objetivos sociales comunes”.

Aún está por ver si ese impulso dado sobre el papel acaba trasladándose a la realidad de manera definitiva y en qué proporción se alcanza este objetivo pero, ciertamente, la apertura de los contratos públicos a un mayor abanico de empresas, redundaría de manera muy sensible en una mayor dinamización de la economía, al tiempo que ayudaría a que nuestras pequeñas y medianas empresas gane músculo, tamaño, fuerza y presencia en el mercado, hecho este capital para una economía y una sociedad más fuerte y mejor preparada para asumir cualquier reto o adversidad que se le presente en cada momento.

Nuestra economía, por su gran atomización y el reducido tamaño de la mayor parte de su tejido empresarial, sufre cualquier crisis de manera más acusada que otros países.

De ahí la imperiosa necesidad de que nuestras empresas crezcan y dispongan de mayor capacidad y margen de maniobra. Una de las cosas que sin duda permitiría a la pyme ganar peso específico es, precisamente, tener un mayor acceso a la contratación pública.

Entrando en lo que es el proceso de contratación pública, el denominado órgano de contratación es el órgano administrativo encargado de establecer los concretos requisitos de solvencia técnica, profesional y económica que deben reunir las posibles empresas licitadoras.

Estos requisitos deben ser aquellos que mejor se ajusten y que mejor sirvan para conseguir la satisfacción de las necesidades públicas que pretenden cubrirse mediante cada concreta licitación de obras o de servicios.

El adecuado diseño y concepción de estos criterios, es un elemento que los poderes públicos deben asumir como esencial para alcanzar el objetivo de “democratización”, de apertura de la contratación pública a todas las empresas -solventes en lo técnico y lo económico-, con independencia de su mayor o menor tamaño.

De lo que hemos venido exponiendo, puede adivinarse que, el hecho que la administración sea la encargada de fijar, en cada caso, cuáles sean los requisitos, no quiere decir que la administración goce de libertad y discrecionalidad absolutas en la fijación de aquellos.

El margen, que lo tiene, naturalmente, de discrecionalidad de la administración en este ámbito, viene pues, delimitada por unos criterios que van más allá de la tradicional invocación a un concepto, tan líquido y resbaladizo en ocasiones, como el “interés general”.

En la actualidad, la contratación pública debe regirse por la acreditación por parte de las empresas que quieran concurrir a la licitación de tres criterios muy concretos.

El primer criterio que deben cumplir, es que dispongan de la habilitación necesaria para el ejercicio de la actividad a la que va referida la concreta licitación que sea; véase el caso, por ejemplo, de la licitación de un servicio de asesoría y defensa jurídica, o el de ingeniería. Como es natural, la empresa que quiera prestar unos servicios como estos a la administración, deberá disponer de personal con la adecuada titulación académica y, en su caso, la preceptiva colegiación en el correspondiente colegio profesional.

El segundo criterio consiste en la necesaria acreditación, por parte de las empresas licitadoras, de una capacidad técnica y profesional adecuada esto es, la empresa licitadora no sólo deberá tener las habilitaciones profesionales y las colegiaciones necesarias, sino que deberá demostrar la experiencia, la solvencia profesional y la capacidad de prestación del servicio necesaria para poder prestarlo con las debidas garantías de calidad, puntualidad, diligencia y eficacia que se requieren. Y, por último, el tercero de los criterios implica que aquella empresa, grande o pequeña, que concurra a la licitación, debe acreditar una solvencia económica y financiera suficiente para prestar el servicio de manera correcta a fin de impedir que “muera de éxito”.

En cualquier caso, la discrecionalidad del organismo licitador termina y se agota con estos criterios. Ni puede exigir requisitos desproporcionados, ni puede establecer requisitos basados en criterios distintos a los que aquí acabamos de exponer.

La solvencia profesional o económica, en consecuencia, debe ser suficiente, pero no puede pedirse más de la que sea suficiente en cada concreta licitación, como tampoco pueden solicitarse por la administración otros requisitos que se aparten y no respondan a la lógica de los tres criterios expuestos. No puede inventarse ni añadir criterios distintos.

Este límite a la discrecionalidad de la administración se establece para garantizar, precisamente, el libre acceso a la licitación, en pie de igualdad, de todas aquellas empresas -grandes o pequeñas- que, por sus características, estén en disposición de prestar aquel concreto servicio o de ejecutar aquella obra o prestación para la administración, de manera suficientemente solvente en todos los aspectos, técnicos, profesionales y económicos.

Puede decirse que la administración no necesita ni más ni menos que esto y, en consecuencia, no puede pedir menos de lo necesario, pero tampoco más de lo razonable, pues una conducta diferente distorsiona los principios de libre concurrencia e igualdad entre los posibles licitadores.

En consecuencia, cualquier requisito o exigencia desproporcionada debe rechazarse y expulsarse de todo proceso de licitación pública, por ser contrario a Derecho, pues cercena, injustamente, el libre acceso, en pie de igualdad, a la licitación de empresas, por el mero hecho de que no se alcancen unos niveles de solvencia o de capacidad que, en realidad, no son necesarios en aquel caso, o porque no se cumplen unos requisitos que no son necesarios ni congruentes con lo que es objeto de aquella concreta contratación ni están previstos en la Ley.

Sin embargo, en la práctica, no son pocas las ocasiones en las que nos encontramos en los pliegos de condiciones de las licitaciones con requisitos trampa, desproporcionados, que van más allá de lo razonable y de lo que exige tanto el espíritu y la letra de la ley como la realidad de la prestación objeto de la licitación.

Por su arbitrariedad o su desproporción, estos requisitos vetan, injustamente, el acceso, ya no a la contratación, sino a la posibilidad misma de concurrir a la licitación a empresas capaces y solventes, limitando el abanico a otras que sí puedan acreditar tales requisitos que podemos considerar despreciables, en el sentido de inútiles a los verdaderos fines de la contratación.

Estos requisitos legalmente depreciables atribuyen de salida, como vemos, una improcedente ventaja competitiva a unas empresas frente a otras que quedan descabalgadas del proceso de contratación antes incluso de comenzarlo.

A este respecto, la doctrina y la jurisprudencia (entre muchas otras, las resoluciones 1180/2015, 803/2015 y 60/2011 del Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales-TACRC-, en consonancia con la doctrina reiterada por el Tribunal Supremo en las sentencias de 12 de enero de 2012 y 17 de marzo de 1999 entre otras) recuerdan que la determinación de los medios de acreditación de la solvencia técnica corresponde, en efecto, a los órganos adjudicadores, y no al licitador, partiendo de la premisa que corresponde a los órganos adjudicadores la obligación de precisar los requisitos y los medios que se precisan en cada contrato, en atención las características concretas de este, requisitos y medios que, en todo caso deben ser objetivamente proporcionados a las finalidades que se persiguen, de manera que no procederá exigir niveles mínimos de solvencia que no observen la adecuada proporción con la complejidad técnica del contrato y con su dimensión económica, ni que supongan una restricción indebida o desproporcionada a los principios de libre competencia e igualdad entre licitadores.

Sin ir más lejos, y para poner un ejemplo ilustrativo de lo que hasta aquí hemos explicado, desde el área de litigación contencioso-administrativa de nuestra firma se impugnó, en fecha reciente, el pliego de condiciones de la licitación publicada por una universidad pública en la que, para contratar sus servicios de asesoría fiscal y contable, entre otros requisitos acreditativos de la necesaria habilitación profesional, capacidad técnica y profesional y solvencia económica, exigía a todo aquel que quisiera optar a ese contrato, que acreditase haber asesorado en ese campo a “…a universidades públicas españolas como mínimo, durante los 3 últimos años”.

Este requisito reducía a nuestro juicio de manera desproporcionada el abanico de empresas que podían concurrir a esta contratación pública, pues cierra la puerta a toda aquella empresa de asesoría que no estuviera prestando ya estos servicios a una universidad pública española de manera ininterrumpida durante los tres años inmediatamente anteriores a la licitación.

Ese criterio restringe tanto la posibilidad de optar a esa licitación, que ni siquiera podían concurrir empresas de asesoría que hubieran prestado sus servicios a universidades públicas españolas durante más de tres años, pero que no lo hubieran hecho en alguno de los últimos tres, a pesar de que no concurre ningún hecho objetivo que justifique el carácter de requisito sine qua non que el órgano de contratación otorga a esta circunstancia.

Resulta, asimismo, igualmente claro que ese requisito cierra de manera absoluta la posibilidad de postularse ante este organismo público de contratación a cientos de profesionales del sector, absolutamente competentes en lo profesional y solventes en lo económico por el hecho de no haber asesorado fiscal y contablemente a una universidad pública, cuando los servicios contables y fiscales que precisa una universidad pública son análogos o similares a los que pueda precisar por ejemplo, una universad o un centro de enseñanza privado o cualquier otra entidad jurídica, los impuestos son los mismos, las reglas contables son las mismas, etc. ello sin perjuicio de las peculiaridades que cada sector pueda requerir; pero ello no es ajeno al día a día de ningún experto contable o fiscal, ni tales pequeñas peculiaridades son tan relevantes como para cerrar de antemano el acceso al sector público a asesores de otras entidades públicas o privadas, avezados en el asesoramiento en todo tipo de sectores económicos y regímenes tributarios especiales.

Desde el punto de vista “humano”, es comprensible que los responsables de la universidad, que ya conocen a su actual asesor y han establecido una relación de confianza y de trabajo, etc. quieran mantener el vínculo con él –posiblemente el único que cumpla el requisito analizado…ahí está la trampa-, y que traten de eliminar de entrada a otros posibles competidores tan o más solventes en lo profesional y en lo económico. Pero ello es irrelevante y repugna a nuestro sistema jurídico. Así lo entendió el “Tribunal Català de Contractes del Sector Públic” que estimó nuestro recurso en su resolución de fecha 7 de abril de 2020, que consideró que la exigencia a las entidades licitadoras de una experiencia adicional y específica únicamente producida en los últimos tres años asesorando a universidades públicas resulta desproporcionada y poco respetuosa con los principios de libre concurrencia e igualdad entre licitadores, por otorgar, en definitiva, una ventaja ilegítima a quien venía prestando previamente este servicio en el sector público, impidiendo el acceso a “sangre nueva” a dicho sector, cosa que entra en colisión con el deseo de la UE de abrir el sector público a las pequeñas y medianas empresas.

Quienes se encuentran al frente de un órgano de contratación público, no pueden olvidar que no se encuentran al frente de su negocio particular, sino que son servidores públicos, que gestionan intereses generales y que disponen, para ello, del dinero de todos.

Quienes se encuentran al frente de nuestras administraciones, las que sean, deben recordar en todo momento que no actúan en nombre propio y particular, ni de una empresa privada, sino de una administración pública, de una entidad sujeta a las reglas y principios del derecho público que a todos nos pertenece, por lo que no pueden ni deben poner cortapisas al acceso de empresas tan o más cualificadas y solventes como la que actualmente les estén prestando un determinado servicio, por razones espurias como los meros vínculos de amistad, de confianza personal o profesional labrada con anterioridad, o por el popular dicho del más vale malo conocido que bueno por conocer, ni por cualquier criterio distinto de aquellos que establece le ley.

Colaborador