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ObCP - Opinión
La cooperación horizontal mediante convenios después de las sentencias ISE y Remondis 2
12/06/2020

La progresiva ampliación de la cooperación vertical.

El TJ acaba de dictar dos sentencias que son las primeras que aplican el artículo 12.4 de la Directiva 2014/24, que es el que regula la “cooperación horizontal”, o, dicho de otro modo, aquellos convenios entre poderes adjudicadores de los que se ocupa la Directiva porque cumplen la misma función que un contrato público, en la medida en que permiten a uno de ellos (o a los dos) obtener una prestación que, en otro caso, tendría que conseguir a través de un contrato, adjudicado en virtud de licitación pública.

La regulación de la cooperación horizontal en la Directiva (que he estudiado con más profundidad aquí ) es más ambigua que la de la cooperación vertical (es decir, lo que en España se conoce como “encargos a medios propios”). Básicamente, los poderes adjudicadores pueden encargar cualquier prestación a los entes que dependen de ellos, es decir, entes respecto de los que ostentan un control análogo al que ejercen sobre sus propios servicios. El encargo puede ser exactamente igual que un contrato privado: puede tener el mismo contenido que un contrato de obra, de servicios, de suministro, etc. Para mencionar el ejemplo más conocido en España, la empresa TRAGSA realiza toda clase de trabajos para distintas Administraciones (no sólo la del Estado), trabajos que, si no los realizara TRAGSA, tendrían que ser objeto de licitación y ser adjudicados como contratos públicos de obra, servicios, etc.

Por supuesto, existen límites y matizaciones. Para compensar esa ventaja, los medios propios tienen limitado el acceso al “mercado” privado, en la medida en que el 80% de su actividad debe dirigirse a aquellos poderes adjudicadores de los que pueden recibir encargos directos. De todas formas, ese criterio del 80% es un límite paradójico o incluso contraproducente, porque, al tratarse de un límite relativo (y no absoluto), el medio propio puede crecer también en el mercado privado, siempre que lo compense con la adjudicación de aún más encargos (que le permitan seguir cumpliendo el criterio de que éstos son el 80% de su actividad). Por poner un ejemplo, es como si en una dieta se dice que los dulces sólo pueden suponer el 10% de la ingesta alimenticia. Si esa es la única norma, es fácil pronosticar que dicha dieta no va a reducir el consumo de dulces, porque los golosos sólo tendrán que compensar su afición a los mismos con el consumo de aún más alimentos de otro tipo.

En segundo lugar, aunque la prestación objeto del encargo puede ser idéntica a la de un contrato, la contraprestación es diferente, porque, en el caso de un contrato, esa contraprestación es un precio (fijado competitivamente y que incorporará el beneficio del contratista), mientras que, en los encargos a medios propios, la contraprestación es una tarifa, que no incorpora el beneficio sino que se basa en la recuperación de costes. Pero, en definitiva, los encargos a medios propios pueden tener por objeto cualquier prestación.

Si la cooperación vertical (los encargos a medios propios) se limitara a los medios propios que dependen estrictamente del poder adjudicador que les hace el encargo, es decir, que forman parte de su sector público, no habría demasiados problemas, porque en principio es fácil aceptar (el TJUE lo hizo ya en 1999, en la sentencia Teckal de 18 de noviembre de 1999, asunto C-107/98) que esos encargos son “internos” (pese a que el medio propio tenga personalidad jurídica propia, que es puramente instrumental) y que el poder adjudicador puede servirse libremente de sus propios entes instrumentales. No existe ninguna norma que obligue a los poderes adjudicadores a organizarse internamente con un criterio de máxima eficiencia, que llevaría a que, ante cualquier encargo que pueda ejecutar también una empresa externa, se realice una licitación y sólo se adjudique a la unidad interna si ésta es más competitiva que un operador externo.

Pero la realidad es más compleja, y hay “medios propios” que quieren prestar sus servicios para muchos poderes adjudicadores (no sólo para aquel del que dependen organizativamente), y hacerlo a través de encargos directos, no mediante licitación. Las necesidades de bienes y servicios de los poderes adjudicadores generan, así, un “mercado” específico, que puede ser atendido tanto por las empresas privadas como por los medios propios, sólo que las primeras deben acceder al mismo por la vía de la licitación, mientras que los segundos pueden recibir encargos directos.

El TJUE abrió el camino a esa ampliación de la cooperación vertical al admitir que el “control análogo al que se ejerce sobre sus propios servicios” puede realizarse por varios poderes adjudicadores y que, siempre que las normas o estatutos de un determinado ente establezcan que el mismo está obligado a asumir los encargos de otro, éste pueda hacerle encargos directos ( sentencia de 19 de abril de 2007, asunto C-295/05, ASEMFO/TRAGSA, párrafo 60). La consecuencia es que, por ejemplo, una Administración autonómica pueda realizar encargos directos (sin licitación ni competencia) a una empresa pública estatal, a pesar de que ésta no forma parte del sector público autonómico. A través de un proceso básicamente formal o procedimental, se puede conseguir que casi cualquier ente (de titularidad exclusivamente pública, eso sí), sea calificado como “medio propio” de casi cualquier poder adjudicador y recibir encargos directos de éste. Es necesario, lógicamente, que el poder adjudicador que va a realizar encargos esté de acuerdo, e incluso que se incorpore al órgano de administración (directamente o a través de un representante), pero se trata, como es fácil comprender, de requisitos fáciles de cumplir, que no suponen que ese poder adjudicador controle efectivamente al medio propio al que va a poder hacer encargos directos. Si, como dice el Evangelio de San Mateo, nadie puede servir a dos señores, es difícil que alguien pueda estar sometido simultáneamente a decenas de poderes adjudicadores, que, en teoría, ejercerían sobre él “un control análogo al que ejercen sobre sus propios servicios”.

La admisión de la cooperación horizontal.

Al hilo de esta ampliación progresiva de la cooperación vertical, que permite adjudicar encargos sin necesidad de licitación, se admite por el TJUE la “cooperación horizontal”, es decir, convenios entre poderes adjudicadores.

Aunque en España hemos creado (por no seguir adecuadamente la evolución de la jurisprudencia del TJUE) una dificultad gratuita al exigir que los convenios tengan un objeto distinto del que podría tener un contrato (“carácter no contractual de la actividad en cuestión”, artículo 50.1 de la Ley 40/2015, LRJSP; “no podrán tener por objeto prestaciones propias de los contratos”, artículo 47.1, párrafo 3º), lo cierto es que, al igual que sucede con los encargos, los convenios pueden sustituir a contratos públicos porque permiten obtener prestaciones (objetos) que, a falta de convenio, habría que conseguir por la vía de un contrato (previa licitación). ¿Por qué? Por algo muy sencillo: si los convenios tuviesen, realmente, un objeto no contractual, ni el TJUE ni la Directiva se ocuparían de ellos, porque no entrarían para nada en conexión con los contratos. Y, por la misma razón, ninguna empresa se sentiría afectada o perjudicada por ellos, mientras que, en la realidad, sí que se han sentido afectadas y han iniciado pleitos, en los que se ha ido creando la jurisprudencia en la materia.

La admisión de la cooperación horizontal es impulsada por varios argumentos. El primero, evitar la distorsión en el manejo de las formas e instrumentos jurídicos o, dicho de otro modo, evitar que por razones puramente normativas se utilicen unos instrumentos frente a otros: “el Derecho comunitario no impone (…) el uso de una forma jurídica particular para garantizar sus misiones de servicio público conjuntamente” ( sentencia de 9 de junio de 2009, C-480/06, Comisión contra Alemania, Hamburgo, párrafo 47). Esto quiere decir que hay que evitar que se creen nuevos entes sólo para cumplir los requisitos de la cooperación vertical. De ahí que se abra también la vía de la cooperación horizontal mediante convenios. La cooperación horizontal se denomina “cooperación no institucionalizada” porque en ella no se crea un ente al que se hagan encargos, sino que los poderes adjudicadores cooperan directamente entre sí, mediante un convenio (sin necesidad de constituir un consorcio, por ejemplo). Ya hemos visto que, a través de la técnica del “control análogo conjunto”, se puede conseguir que un poder adjudicador realice encargos directos a un ente que no forma parte de su sector público y al que sólo domina o controla formalmente. Si esto es así, el principio de “no distorsión” nos lleva a admitir la cooperación directa, para evitar que los poderes adjudicadores se vean obligados a recurrir, sólo para poder efectuar encargos directos, a todo ese entramado que supone, en primer lugar, crear un ente nuevo que, en el fondo, carece de justificación. La sentencia Hamburgo lo ejemplifica claramente (párrafos 46-47). La Comisión decía que la colaboración pretendida podría llevarse a cabo a través de un ente que fuera medio propio, y el Tribunal responde admitiendo la cooperación horizontal porque el Derecho de la UE no exige el uso de formas jurídicas concretas.

El segundo argumento, manejado con fuerza desde Alemania, es la necesidad de evitar que los Estados federales (compuestos por varios Länder que no dependen unos de otros) sean discriminados frente a los Estados unitarios (cuyos entes públicos se insertan, en principio, en una única pirámide jerárquica). Si los poderes adjudicadores sólo pudieran hacer encargos a entes que dependen de ellos (que es la idea inicial de la cooperación vertical), entonces en los Estados unitarios se podrían hacer muchos más encargos que en los federales, puesto que en los primeros todas las unidades del sector público forman parte de una pirámide jerárquica y están relacionadas entre sí a través de ella, mientras que en los segundos la cooperación sólo podría tener lugar dentro de un Land, pero no entre distintos Länder ni con la Federación). Esta diferencia de trato se evita con al admitirse la cooperación horizontal por el TJUE en la sentencia Hamburgo (2009) y finalmente en el artículo 12.4 de la Directiva 2014/24.

Las ambigüedades de la cooperación horizontal.

El problema es que la cooperación horizontal fue admitida (por el TJUE y después por la Directiva) de forma mucho más ambigua que la vertical. Ya hemos visto que la cooperación vertical es perfectamente intercambiable con los contratos. Un poder adjudicador que necesita un servicio de consultoría puede convocar una licitación o encargárselo a un medio propio que preste esos servicios. El objeto es idéntico (otra cosa es, como hemos visto, el nombre de la figura aplicable o el modo de fijar la contraprestación). En cambio, en el caso de la cooperación horizontal lo que se admite es “una cooperación entre los poderes adjudicadores participantes con la finalidad de garantizar que los servicios públicos que les incumben se prestan de modo que se logren los objetivos que tienen en común”, siempre que, además, “el desarrollo de dicha cooperación se guíe únicamente por consideraciones relacionadas con el interés público” (artículo 12.4 de la Directiva, cuyos términos proceden de la sentencia Hamburgo). Para hacer un encargo a TRAGSA no hace falta justificar ninguna de estas dos últimas circunstancias (siempre que el poder adjudicador que hace el encargo sea uno de aquellos para los que TRAGSA está formalmente reconocida como medio propio); en cambio, para que ese mismo poder adjudicador realice el mismo encargo a otro poder adjudicador que no está reconocido como medio propio suyo, sí es necesario hacerlo, puesto que sólo pueden colaborar dentro de los límites de la cooperación horizontal.

La lectura de estas frases entrecomilladas puede hacernos pensar que el convenio (de cooperación horizontal) no tiene mucho que ver con un encargo ni con un contrato, pero en la práctica sabemos que sí, que estos convenios de cooperación horizontal sirven (directa o indirectamente) para obtener prestaciones que podrían ser objeto de un contrato y, por eso mismo, hacen innecesario convocar una licitación, lo que puede perjudicar a empresas que habrían podido concurrir a ella. Para comprobarlo, basta examinar los hechos de todas y cada una de las sentencias dictadas por el TJUE en la materia, y quién y por qué puso en marcha el pleito correspondiente.

¿Por qué el TJ y el legislador de la UE impusieron esos requisitos adicionales, evitando así que la cooperación horizontal tenga el mismo ámbito que la vertical? Seguramente porque la cooperación horizontal podría llegar a tener un ámbito de aplicación amplísimo y afectar al mercado con mucha más intensidad que la cooperación vertical (que, aunque se haya ido ampliando, se mantendría limitada a sujetos entre los que existan relaciones de control). Sin embargo, en la práctica eso no está tan claro, porque ya hemos visto que la progresiva extensión de los encargos a medios propios (es decir, de la cooperación vertical) supone que ésta pueda tener un ámbito muy amplio, y que su principal límite son exigentes requisitos formales y procedimentales, más que diferencias materiales (no olvidemos, además, que esos requisitos son, fundamentalmente, de Derecho interno).

La principal duda práctica que surge al aplicar la cooperación horizontal es cómo interpretar ese concepto de “cooperación entre los poderes adjudicadores participantes con la finalidad de garantizar que los servicios públicos que les incumben se prestan de modo que se logren los objetivos que tienen en común”. El otro requisito (“que el desarrollo de dicha cooperación se guíe únicamente por consideraciones relacionadas con el interés público”) supone, básicamente, que en los convenios no haya precio, sino compensación de costes, y, por tanto, es relativamente fácil de aplicar.

El problema fundamental es si resulta posible canalizar a través de un convenio (cooperación horizontal) aquellas colaboraciones en las que un poder adjudicador necesita una prestación y otro está dispuesto a realizarla si el primero le abona el coste, o bien entendemos que eso no es una “cooperación”, sino un intercambio, y que sólo se puede realizar a través de un contrato (o de un encargo de cooperación vertical). No olvidemos que, en la práctica, muchos de los convenios suponen precisamente eso, y que, por ejemplo, nuestra Ley 40/2015 (LRJSP), a pesar de partir del prejuicio de que los convenios no pueden tener un objeto contractual, dice que pueden servir, por ejemplo, para “facilitar la utilización conjunta de medios y servicios públicos” (artículo 48.2), es decir, para que una Administración que tiene un activo con capacidad sobrante (una incineradora de residuos, por ejemplo), pueda facilitar que sea utilizado por otra Administración, siempre que ésta abone los costes.

El párrafo 33 del preámbulo de la Directiva contiene precisiones que pueden interpretarse en favor de un concepto amplio de cooperación horizontal: “la cooperación debe estar basada en un concepto cooperador. Mientras se hayan contraído compromisos de contribuir a la ejecución cooperativa del servicio público de que se trate, no es necesario que todos los poderes participantes asuman la ejecución de las principales obligaciones contractuales. Además, la ejecución de la cooperación, incluidas todas las transferencias financieras entre los poderes adjudicadores participantes, debe únicamente regirse por consideraciones de interés público”. Parece deducirse que es admisible un convenio en el que una de las partes realice una prestación y la otra realice una transferencia financiera. frente a un entendimiento mucho más restrictivo de convenio, que sólo sirve cuando todas las partes van a hacer lo mismo (realizar “en común” una determinada tarea), en el que además no sería necesaria ninguna transferencia financiera.

Las respuestas que ofrecen las sentencias ISE y Remondis 2.

Ante esta duda, se plantearon dos cuestiones prejudiciales, no por casualidad desde Alemania, un país en el que, por un lado, existe una gran tradición de cooperación y convenio entre entes públicos (y también de participación pública en la actividad económica), y, por otro lado, la tutela judicial en materia de adjudicación de contratos corresponde a la jurisdicción civil, por lo que también hay una alta sensibilidad hacia los problemas de reducción del mercado o de restricción de la competencia.

En ambos casos se plantea la cuestión del ámbito de la cooperación horizontal (aunque en uno de ellos de forma más central que en el otro). En cierto modo, el Tribunal da una de cal y otra de arena (aunque predominan los elementos restrictivos).

En primer lugar tenemos la sentencia ISE-Colonia, de 28 de mayo de 2020 (asunto C-796/18), que se refiere a un convenio por el que el Land de Berlín cedió gratuitamente al Ayuntamiento de Colonia un programa informático de gestión del servicio de extinción de incendios (programa que había sido encargado previamente a una empresa), asumiendo el Ayuntamiento de Colonia, entre otros compromisos, el de poner a disposición de Berlín los desarrollos o adaptaciones que aquél añadiese al programa. Es evidente que el convenio es sustitutivo de un contrato, puesto que, en ausencia del mismo, el Ayuntamiento de Colonia habría tenido que adquirir su propio programa, a través de la correspondiente licitación (por eso el pleito lo inicia una empresa de informática que podría haber concurrido a esa licitación). Y también es claro que no estamos en presencia de una donación, sino de una cooperación que favorece a ambas partes, porque el Land de Berlín se ahorra los costes de transformación o adaptación del programa.

Una de las preguntas del órgano que planteaba la cuestión prejudicial era si la cooperación debe referirse a “los propios servicios públicos que se han de prestar a los ciudadanos de forma conjunta, o basta con que la cooperación se refiera a actividades que sirvan de cualquier manera a los servicios públicos que se han de prestar de forma análoga, pero no necesariamente conjunta”. Aunque el enunciado es algo enrevesado, queda claro que se trata de medir el alcance de la cooperación horizontal, es decir, hasta qué punto puede “pisar el terreno” de las licitaciones (algo que, en la cooperación vertical, ya hemos visto que se admite sin reservas). Si los convenios hubieran de tener por objeto “los propios servicios públicos” y establecer su prestación “a los ciudadanos de forma conjunta”, es claro que su alcance sería muy limitado y difícilmente podrían sustituir a ningún contrato o permitir a la Administración obtener prestaciones que de otro modo tendría que obtener vía contrato. Podría decirse, hasta cierto punto, que con una visión tan restrictiva de los convenios casi sería innecesario el artículo 12.4 de la Directiva, puesto que casi sería suficiente el artículo 1.6, que dice que “[l]os acuerdos, las decisiones y los demás instrumentos jurídicos mediante los cuales se organiza la transferencia de competencias y responsabilidades para desempeñar funciones públicas entre poderes adjudicadores o agrupaciones de los mismos y que no prevén que se dé una retribución por la ejecución de un contrato, se consideran un asunto de organización interna del Estado miembro de que se trate y, en ese sentido, en modo alguno se ven afectados por la presente Directiva”. Por el contrario, los convenios que pueden sustituir a contratos se refieren, normalmente, a objetos que son instrumentales para la prestación del servicio, que son necesarios para dicha prestación pero que no son la propia titularidad del servicio.

La respuesta del TJ es clara: los convenios pueden referirse a cuestiones instrumentales. El Tribunal establece que “la cooperación entre entidades públicas puede abarcar todo tipo de actividades relacionadas con la ejecución de los servicios y responsabilidades que hayan sido conferidas a los poderes adjudicadores participantes o que estos hayan asumido” (párrafo 59). De ahí se deduce que “puede abarcar una actividad de apoyo a un servicio público, siempre que esa actividad de apoyo contribuya a la realización efectiva de la misión de servicio público objeto de la cooperación entre los poderes adjudicadores participantes”.

El resultado es un cierto espaldarazo a la posibilidad de que mediante convenios se articule una cooperación en la que las partes realicen prestaciones distintas y complementarias, una cooperación que no se limite, por lo tanto, a la prestación del servicio en común. De hecho, se cita el considerando 33 del preámbulo (“no es necesario que todos los poderes participantes asuman la ejecución de las principales obligaciones contractuales”), que es el que ya hemos visto que abre una vía a convenios en que se produzca un intercambio de prestaciones.

La segunda sentencia (de 4 de junio de 2020, asunto C-429/19, al que llamaré Remondis 2 para distinguirlo del asunto C-51/15, también sobre cooperación horizontal y también promovido por esta empresa) se refiere a uno de esos convenios de uso compartido de infraestructuras, en el que un Ayuntamiento permite que un consorcio de gestión de residuos utilice una instalación de tratamiento, a cambio del pago de los costes. Es un convenio similar al de la sentencia Hamburgo. Se añaden al convenio algunas otras cláusulas (indemnización en caso de que finalmente no se envíen los residuos o se envíen menos, posibilidad de que el ente titular de la instalación de tratamiento también envíe residuos a instalaciones de la otra parte), pero la esencia es esa posibilidad de uso, por una de las partes, de instalaciones de la otra, a cambio del reembolso de costes. La intercambiabilidad con un contrato es evidente, porque el resto de los residuos (los que no se envían a esa instalación de tratamiento) son tratados en instalaciones de empresas cuyos servicios se consiguen a través de contratos.

La respuesta del Tribunal es que la cooperación horizontal exige que todas las partes definan en común los objetivos, algo que no sucede en un convenio en el que una parte presta un servicio y la otra abona una contraprestación (aunque sea en forma de compensación de costes). Así, “la participación conjunta de todas las partes del acuerdo de cooperación es indispensable para garantizar que los servicios públicos que les incumben se prestan y que este requisito no puede considerarse cumplido cuando la única contribución de algunos cocontratantes se limite a un simple reembolso de gastos” (párrafo 29); “si tal reembolso de gastos bastase por sí solo para considerar que existe una «cooperación», en el sentido del artículo 12, apartado 4, de la Directiva 2014/24, no podría establecerse ninguna diferenciación entre tal «cooperación» y un «contrato público» que no está cubierto por la exclusión prevista en dicha disposición” (párrafo 30). Y añade que “la preparación de un acuerdo de cooperación presupone que las entidades del sector público que se proponen celebrar tal acuerdo definan en común sus necesidades y las soluciones que hayan de aportarse. En cambio, tal fase de evaluación y de definición de las necesidades es, por regla general, unilateral en el marco de la adjudicación de un contrato público ordinario. En este último supuesto, el poder adjudicador se limita, en efecto, a convocar una licitación en la que se mencionan las especificaciones que él mismo ha adoptado” (párrafo 33).

Nos encontramos, por tanto, ante un freno a los convenios “de intercambio”, en los que la colaboración consiste en que una parte presta un servicio a la otra, a cambio del reembolso de costes. A pesar de que el preámbulo de la Directiva dice que en los convenios de cooperación horizontal no es necesario que todas las partes hagan lo mismo (de modo que el convenio se limite a coordinar esa acción común), y admite que en estos convenios haya desplazamientos patrimoniales (con el límite de que se realicen por razones de interés público), el Tribunal utiliza la expresión “concepto cooperador”, que también aparece en el apartado 33 del preámbulo, para cortar el paso a convenios en los que la cooperación se reduce al intercambio.

La sentencia es importante, aunque seguramente no supone un cambio trascendental porque será fácil, a la hora de construir un convenio, cumplir este requisito, y presentar en primer lugar un programa cooperativo en que todas las partes participen y en el que se inserten las prestaciones de todas las partes.

En todo caso, también queda claro (y es importante desde el Derecho español) que el hecho de que el convenio tenga por objeto prestaciones que pueden conseguirse por la vía de un contrato (es decir, que el convenio pueda sustituir a un contrato) no basta para excluir su validez o para excluir que pueda tener amparo en el artículo 12.4 de la Directiva.

La cooperación horizontal no se entiende (en el contexto del Derecho europeo sobre la contratación pública) al margen de la cooperación vertical y su progresivo desarrollo. Próximamente podríamos tener nuevas aportaciones del TJUE sobre esta materia, con la resolución que se dicte en el asunto C-328/19, en el que se plantea la posibilidad de utilización conjunta de la cooperación vertical y horizontal.

Colaborador