No está definido en la LCSP/2017 (ni en las que la precedieron) qué es el «precio general de mercado» o, simplemente, «precio de mercado» de la prestación en los contratos públicos. Sin embargo, este concepto debería estar especificado en algún punto del Capítulo I, del Título III, del Libro I de la ley, ya que este es el necesario fiel de comparación para poder determinar si ha sido adecuada la estimación del «precio base de licitación» (PBL) y apropiado el precio adjudicado y obligado a pagar.
En la actualidad, a mi modo de ver, este concepto de «precio de mercado» en la contratación pública está en el «limbo» de los llamados «conceptos jurídicos indeterminados», lo que genera problemas de diversa índole, como, por ejemplo, el de no poder determinar y cuantificar individualmente un presunto alcance contable por daño a la Hacienda Pública, en cuanto que suponga un esfuerzo injustificado de sus recursos en comparación con el valor real de los bienes y servicios contratados. Este problema concreto, aunque no se exprese en los términos que se desarrollan en este artículo, se han puesto de manifiesto indirectamente en el Auto nº 6 del año 2020 de la Sala de Justicia del Tribunal de Cuentas 1
El concepto «precio», desde el punto de vista económico, es más complejo de lo que a simple vista parece.
El «precio de mercado» no es el del concepto jurídico que sobre el «precio» establece el Código Civil (artículo 1.445) diciendo que es la contraprestación en dinero, o signo que lo represente, que se obliga a pagar uno de los contratantes al recibir del otro una cosa determinada. Es decir, no se puede afirmar que el «precio de mercado» en un contrato público sea, o se corresponda, con el de la adjudicación del contrato, es decir el que se obliga a pagar el órgano de contratación por la prestación que recibe a satisfacción, ya que el «precio de mercado» existe incluso antes de que se inicie el procedimiento de la licitación.
Cuando las empresas concurren a una licitación su puja obedece a la aplicación de una política comercial que despliegan para ese procedimiento concreto, pero el valor de su oferta no es el «precio de mercado», a pesar de que pueda acercarse mucho o, incluso, por casualidad, llegar a coincidir con él. Por lo tanto, aunque exista concurrencia en la licitación, lo que, en todo caso, se debe procurar con la mayor publicidad y transparencia, la interacción de los contratistas en el procedimiento no proporciona el «precio de mercado», aunque esta idea sea la que predomine y sea comúnmente aceptada por la comunidad de la contratación pública. Veamos el porqué:
No nos podemos sustraer al hecho intrínsecamente económico de la operación entre las partes, de tal manera que comprador y vendedor, en el «mercado general», que debe diferenciarse del «mercado de la contratación pública», fijan el «precio» en virtud de un equilibrio que se realiza por la comparación de sus respectivos «valores» o sus propios intereses –que no debemos olvidar que, en muchos casos, obedecen a percepciones subjetivas– sobre la cosa que se entrega y el dinero que se está dispuesto a pagar por ella, en donde, también, entran en juego las leyes económicas de oferta y la demanda del mercado en «competencia perfecta» y de la utilidad percibida por el consumidor.
El «valor», en el sentido económico, es un concepto que denota «utilidad» para el consumidor o grado de satisfacción y felicidad a los que se llega, a veces, a través de factores psicológicos, y la persecución de la maximización del beneficio por parte del vendedor. El «precio» no es otra cosa que la monetización de esa «utilidad» y el instrumento para la consecución del beneficio. El «precio de equilibrio» en el intercambio se alcanza por la conjunción de intereses del comprador (la demanda), que obtiene el producto, y el vendedor (la oferta), que maximiza su beneficio.
Entonces ¿qué es el «precio general de mercado» al que el órgano de contratación debe procurar hacer sus adquisiciones?, o dicho de otra manera ¿cuál es el «valor» correcto que debe estimar respecto de la «utilidad» (o grado de satisfacción) que reporta la prestación de un contrato y cómo debería monetizar y lograr el «precio de equilibrio»?
Es evidente que no estamos ante el comportamiento del consumidor particular que se considera en la Teoría Económica. El consumidor, en el mercado de la contratación pública, tiene otra manera de actuar. Para una entidad pública contratante, que es la demanda, la «maximización» de su «utilidad» se producirá de otra forma, y lo alcanzará con aquella oferta que le proporcione la «mejor relación calidad-precio» (art. 145.1 de la LCSP/2017) evaluada con arreglo a «criterios basados en un planteamiento que atienda a la mejor relación coste-eficacia, sobre la base del precio o coste», en los que se incluye el cálculo del coste del ciclo de vida (CCV). Pero al «precio» del intercambio (el precio cierto de la adjudicación) en la contratación pública no solo no se llega por la interacción de las fuerzas del mercado en competencia perfecta, sino que, también, puede que el contratista (la oferta) no consiga su pretensión de maximizar su beneficio en esa transacción, ya que el «precio» fijado en la adjudicación puede encontrarse alejado del «precio de mercado» o «valor de mercado» en competencia perfecta.
Así es que, el concepto del «precio general de mercado», entendido como «precio de mercado» o «valor de mercado» de la Teoría Económica, si es esto lo que realmente pretende el artículo 102.3 de la LCSP/2017, y que tradicionalmente ha sido recogido por las normas reguladoras de la contratación pública, debe resolverse, por un lado, conforme a los criterios de adjudicación, que representan la maximización de la «utilidad» para el comprador, la entidad pública, y, por el otro, con la obtención (que no la maximización) de un beneficio razonable para el contratista.
Como el concepto de «precio» (valoración monetaria del intercambio) parece estar bien acotado en el Código Civil, ahondemos en el concepto del «valor económico», como sinónimo de «precio de mercado», y en algunas de sus diferentes facetas, así como en las repercusiones que debería tener dicho concepto de «valor» (adecuado o idóneo) en la contratación pública.
En la actual LCSP/2017 (artículo 102.3), como en las anteriores, se previene al órgano de contratación para que no pague de más, ni menos, por las obras, suministros y servicios, que un «precio» (monetización) que no sea diferente a lo que normalmente se valora en el mercado –¿debe presumirse que se está refiriendo al concepto «precio de mercado» en competencia perfecta?– entre partes que son independientes. Sin embargo –y esto es importante–, debe tenerse en cuenta que dicho valor ya preexiste al iniciar el procedimiento de licitación. Por lo tanto, no debería entenderse que «precio de mercado» sea el «precio cierto» –o el «modo de determinarlo»– que surge cuando se otorga la adjudicación del contrato, ya que este es simplemente el «precio» (monetización) del posible intercambio que se fija en el acto administrativo, y al que obliga el artículo 35 de la ley, porque lo establece como un contenido mínimo que debe estar presente en todos los contratos.
Entonces, ¿cómo debe llegar el órgano de contratación al «precio de mercado», «valor de mercado» o «precio general de mercado» como expresa la ley? Vamos a obviar en este análisis las condiciones económicas del mercado, es decir si es competitivo o no lo es, aunque algunas definiciones se hagan bajo la hipótesis de la existencia de mercados en competencia perfecta. Y tampoco vamos a entrar en cómo «maximiza la utilidad» el consumidor particular ni en cómo dicha utilidad es menor con el consumo repetido del mismo bien, explicada por la «Ley de la utilidad marginal decreciente», porque, recordemos, que este no es el caso de las compras públicas, ya que en su decisión de compra interviene la «mejor relación calidad-precio» que combina diversos factores e intereses generales que van más allá de los que tiene el consumidor particular, pues este último no selecciona sus adquisiciones porque tenga que dar satisfacción a los intereses generales y a unas políticas públicas o ajustarse a estrictos procedimientos sujetos a criterios «objetivos de valoración» (que pueden incluir factores de tipo social o medioambiental) para determinar «objetivamente» cuál es la oferta más ventajosa, ni tiene en cuenta el «coste del ciclo de vida», sino que, los consumidores particulares, toman su decisión de compra con arreglo a dos elementos básicos, que son: su capacidad de compra (presupuesto) y la satisfacción que les reporta la adquisición.
El «valor de mercado» de un producto o servicio, en la Teoría Económica, se monetiza a través «precio», siendo este aquel que viene determinado por las fuerzas de la oferta y demanda entre agentes económicos independientes, con plena información y sin restricciones de la competencia. O, dicho de otra manera, es el valor monetario del intercambio que es capaz de vaciar el mercado de bienes y de servicios, porque es en el que consigue que los consumidores obtengan la máxima utilidad, con arreglo a su presupuesto, y en el que los productores logran maximizar su beneficio. Es decir, todo lo ofrecido por los productores es absorbido por los consumidores, pues es a ese «precio de equilibrio» en el que se alienta la producción y el consumo, de tal manera que para cada unidad de bien o servicio que se introduzca en el mercado, a ese «precio», se igualan el ritmo de producción (oferta) y el de consumo (demanda).
Dicho «precio de equilibrio», que recordemos es la expresión monetaria del «valor», estará presente en el intercambio de los mercados en competencia perfecta, pero no tiene por qué estarlo en los intercambios que se producen en los contratos públicos, ya que una entidad pública, al satisfacer sus necesidades de compra, puede provocar que el «precio» de la adquisición específica se aleje del «valor» o «precio de mercado» en condiciones «normales», como ha sucedido con determinadas adquisiciones de emergencia en esta época de la pandemia del Covid-19. Si una entidad pública pretende hacer con su compra un acopio superior a lo que en ese momento pueden ofrecer los productores, el equilibrio se rompe y, transitoriamente, hay un desplazamiento hacia un nuevo «precio» (de intercambio) hasta que desaparezcan las condiciones que lo provocan y se reestablezca el equilibrio en un «valor de mercado» normal, dado que los productores no pueden adaptar inmediatamente su oferta a la avalancha de pedidos. Pero esto no debe justificar pagar precios de bienes y servicios que no respondan a un valor adecuado e idóneo, porque se estaría lesionando gravemente los recursos públicos e incurriendo, presuntamente, en responsabilidad contable. En otras ocasiones, son los propios productores quienes «tiran» sus precios para ganar una licitación, a pesar de que existan los filtros para considerar que la oferta a la baja sea desproporcionada.
Sin embargo, dependiendo del contexto en el que nos situemos y tomando en consideración cuáles son los objetivos de la evaluación del «precio» del intercambio de bienes y servicios, si nos salimos del ámbito de la Teoría Económica, nos podemos encontrar en otro campo, como, por ejemplo, en el de la Contabilidad. En esta se establece el «valor de mercado», como base de valoración de activos, el definido por las Normas Internacionales de Valoración (International Valuation Standards – IVS): «la cantidad estimada por la cual una propiedad podría ser intercambiada, en la fecha de valoración, entre un comprador y un vendedor en una transacción en condiciones de plena competencia dónde las partes actúan con conocimiento y sin coacción», es decir, como indican García, Martínez y Laffarga (2009) 2 , se aboga por la utilización del «valor de mercado» asemejándose este valor a la cantidad estimada por la cual, en la fecha de valoración, se intercambiaría voluntariamente una propiedad entre un comprador y un vendedor en una transacción libre después de una comercialización adecuada en la que cada una de las partes han actuado experimentada, prudentemente y sin presiones. Pero estas son circunstancias que no se producen en mercado de la contratación pública, pues la adquisición ya viene regulada por las normas establecidas en los pliegos del contrato a las que se somete el contratista.
En competencia perfecta, que es el marco de esta definición de las IVS, la oferta y la demanda convergen hacia un «precio» (monetización del «valor») de equilibrio (o normal) que es el que corresponde a la igualación de las cantidades ofrecidas y la demandas y en el que las valoraciones de mercado se realizan mediante estimaciones del mayor y mejor uso, o el uso más probable de la propiedad valorada. No obstante, el mercado de las compras públicas no reúne los requisitos de los mercados en competencia perfecta y, debido a esto, debemos encontrar un entorno en el que el comprador, es decir el órgano de contratación, pueda realizar una valoración que mejor responda a la idoneidad de lo que vaya a recibir, es decir que sea «razonable».
Las Normas Internacionales de Información Financiera (NIIF) son unos estándares técnicos contables que han sido mundialmente aceptados. En las NIIF, a diferencia de las IVS, las valoraciones de mercado –véase NIIF 13, sobre «valor razonable»– se realizan mediante estimaciones del mayor y mejor uso, o el uso más probable de la propiedad valorada, utilizando técnicas de valoración que sean adecuadas a las circunstancias, como, por ejemplo, la técnica del «método del coste» que refleja el importe que requerirá reemplazar (coste de reposición) un bien o un servicio. El «valor razonable» se basa en el coste que supone para el comprador participante en el mercado la adquisición o construcción de un activo de sustitución que posea una utilidad comparable (en el caso de la contratación pública sería la evaluación económica de las condiciones técnicas del contrato). Esto se debe a que un comprador participante en el mercado (la entidad pública contratante) no pagaría más por el activo (el objeto del contrato) que la cuantía por la que podría obtenerlo, para lo que debe realizarse la estimación del presupuesto base de licitación (PBL) que es el límite máximo de gasto del contrato que se puede comprometer (artículo 100.1 de la LCSP/2017).
Como señalan García, Martínez y Laffarga (2009, 482), a los que me he referido antes, el problema de la valoración por «valor razonable» determinado en las NIIF es que no se especifica en ellas qué criterio debe seguirse en aquellos casos en los que no exista un mercado activo que permita calcular y comparar de forma adecuada dicho «valor razonable». Sin embargo, esta dificultad se puede salvar en la contratación pública a través de la consideración de su valoración mediante el «coste de producción» y la utilización de un enfoque financiero 3 para la determinación del beneficio industrial del contratista, introduciendo en los pliegos las previsiones correspondientes y realizando las oportunas consultas preliminares (artículo 115 de la LCSP/2017).
El «precio de mercado» o «valor de mercado», en los términos definidos por la Teoría Económica, parece que no puede estar en completa consonancia con el «precio general de mercado» que expresa la LCSP/2017 en el artículo 102.3 para quien este es el entorno al cuál deberían realizarse las transacciones en los contratos públicos. Por lo tanto, el «precio general de mercado», en la contratación pública, debería orientarse hacia el enfoque del «valor razonable» utilizando en este la técnica del «método del coste» para su determinación, ya que va a depender de los acuerdos alcanzados entre las dos partes involucradas en una transacción, y, también, de las disposiciones legales de obligado cumplimiento –por ejemplo, cláusulas del contrato de tipo social–, como establece el inciso del artículo 102.3, que dice así: «en aquellos servicios en los que el coste económico principal sean los costes laborales, deberán considerarse los términos económicos de los convenios colectivos sectoriales, nacionales, autonómicos y provinciales aplicables en el lugar de prestación de los servicios».
Concluyendo, el concepto de «valor razonable», al que debería converger el «precio general de mercado», se puede definir como: «el valor (o precio) que tiene en cuenta las respectivas ventajas y desventajas que cada contratante ganará con la transacción y que atiende a los costes laborales, sociales y medioambientales, o de otra índole, que la Ley o los pliegos del contrato exijan».
El «precio general de mercado» de los contratos públicos, en consonancia con dicha definición, debería consistir en la cantidad de riqueza necesaria para compensar al contratista los costes de producción en los que incurre y retribuirle con un beneficio que reconozca el esfuerzo y el riesgo que asume en la ejecución del contrato. De esta manera, el coste más el beneficio se convierten en el «valor natural» y razonable de la prestación, que es el que tiene el producto o servicio al salir de las manos del contratista, ya que en él se incorpora el consumo de todos los factores de producción, comprende la valoración de los requisitos exigibles en los pliegos de tipo social y medioambiental y es remunerador del riesgo asumido y del esfuerzo del contratista. Dicho «valor natural» se puede investigar y deducir, objetivar e individualizar, y, en consecuencia, permite poder evaluar si se causa daño a los fondos públicos y establecer su cuantificación.
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1 https://www.tcu.es/repositorio/6da1eb2d-e2e0-4e4c-87a9-ff3b6f5ec592/Auto_6_2020_SJ.pdf
2 García Meca, E; Martínez Conesa, I; y, Laffarga Briones, J. (2009): «Normas Internacionales de valoración: la opinión de los profesionales en España». REVISTA ESPAÑOLA DE FINANCIACIÓN Y CONTABILIDAD Vol. XXXVIII, n.º 143, julio-septiembre 2009, pp. 479-504
3 Véase metodología en https://auditoriadecostes.blogspot.com/2014/02/la-negociacion-del-beneficio-enfoque.html