La prestación de servicios públicos es una nota esencial en un Estado social que pretende preservar un modelo de equidad y garantizar prestaciones a toda la ciudadanía en régimen de regularidad y continuidad.
La prestación de servicios públicos es una nota esencial en un Estado social que pretende preservar un modelo de equidad y garantizar prestaciones a toda la ciudadanía en régimen de regularidad y continuidad. Y, en su prestación, ha sido una constante acudir a fórmulas de colaboración público-privada para hacer efectiva la garantía de estos servicios esenciales.
La situación de crisis económica y sus efectos socio-laborales y la “visión egoísta” de ciertas concesionarias en algunos contratos (con evidentes disfunciones en su ejecución con ausencia de control sobre el cumplimiento de lo pactado) han sido detonantes para poner en cuestión como se prestan los servicios públicos y, en especial, sobre la conveniencia de su “reinternalización” para prestación directa por la Administración enfatizando el valor de la gestión pública –de recuperación de lo público- frente a las tradicionales fórmulas de colaboración público-privadas.
Son muchos los argumentos y estudios que se invocan (a veces de forma sesgada, a modo de posverdad) para justificar la viabilidad tanto de la opción de la gestión pública directa, como de la gestión mediante empresa privada.
El debate sobre esta cuestión, por su trascendencia, exige alejarse de posturas apriorísticas maximalistas y de maniqueísmos: ni la gestión indirecta en colaboración con el sector privado es siempre más económica o eficiente, ni todos los servicios son más eficientes y sostenibles con gestión directa. Ni la externalización de servicios es una privatización. Habrá de analizarse supuesto a supuesto. Sin olvidar, como se ha señalado, con acierto, que la ideología puede tener su papel en la Política (politics), pero no lo tiene en la política pública concreta (policy) si no supone el correcto ejercicio de la discrecionalidad técnica de gestión.
Por ello, la actual controversia sobre la prestación de los servicios públicos en sentido estricto, debe pivotar sobre la esencia de la propia idea y función del “servicio público”, es decir, sobre la regularidad, continuidad y neutralidad en la prestación, garantizando la mejor calidad del servicio a los ciudadanos. No interesa tanto que sea gestión directa o indirecta, como que constituya la mejor prestación en parámetros de eficiencia y calidad de la actividad.
Es decir, debe prevalecer la idea del nivel óptimo de gestión. Y en ese contexto es donde hay que analizar si es conveniente, o no, utilizar como complemento para satisfacer el interés público la colaboración público-privada en la prestación de servicios públicos, recordando que con estas técnicas ha sido posible con frecuencia preservar los estándares de calidad y equidad social en numerosas actividades de interés público muy relevantes y que no habrían sido viables en gestión directa.
Si lo que se pretende es una nueva “moral pública” (a mi juicio, indispensable) para evitar la “precarización de condiciones laborales” en las concesiones y contratas, o evitar falta de información de costes o un indebido lucro, la mejor opción es la “reformulación” jurídica de la relación concesional (por ejemplo, forma de pago de las facturas, supuestos de reequilibrio, exigencias de estabilidad de plantilla o de un mínimo de retribución, prerrogativas de inspección, o inclusión de penalidades, entre otras), lo que permitiría preservar el necesario equilibrio entre los distintos interés públicos.
Así, frente al objetivo “primario” de una gestión pública directa, lo esencial en este debate, desde la perspectiva del ciudadano y la protección de sus derechos, ha de ser la mejor prestación del servicio público, al margen de quien sea el que se encargue de su gestión (así se ha advertido de forma expresa por la STC 84/2015, al analizar la constitucionalidad de las formas de gestión indirecta en los servicios sanitarios públicos, advirtiendo que no por ello hay quiebra del artículo 41 de la CE). Y esta visión objetiva del servicio público justifica la compatibilidad de participación de la iniciativa privada como garante del interés público.
En definitiva, el alcance sobre las fórmulas de prestación de servicios públicos y su función en la consecución del interés público, exige más allá de las personales posiciones ideológicas, una respuesta concreta para cada supuesto, que concilie de forma adecuada los distintos principios e intereses en juego, y que preserve, en su decisión final, la esencia del derecho a una buena administración. Recordando que la clave radica en la de una Administración pública garante –que no prestacional- de servicios públicos de calidad, que ponga atención en la esencia de la idea del servicio público como institución: preservar una prestación regular, continua, de calidad y sostenible, sin distinción ni privilegios, para todos los ciudadanos.
Y, por supuesto, habrá que respetar los “pactos” de la concesión como exigencia europea y del principio de seguridad jurídica (que reconduce la opción de rescate a la potestad expropiatoria, lo que explica la regulación introducida al respecto en la Ley 9/2017, de Contratos del Sector Público).
Desde esa lógica deberán analizarse las distintas problemáticas y respuestas, sin forzar los elementos estructurales del funcionamiento económico y social pactados en nuestra Constitución (en esta línea se explica la finalidad y conclusiones del libro Servicios Públicos e ideología. El interés general en juego, publicado por la Editorial Profit).
En definitiva, el alcance sobre las fórmulas de colaboración público privadas y su función en la consecución del interés público, más allá de las personales posiciones ideológicas, exige una respuesta en clave jurídica, que concilie de forma adecuada los distintos principios e intereses en juego, y que preserve, en su decisión final, la esencia del derecho a una buena administración. Hay que evitar el maniqueísmo sobre quien presta mejor el interés general y, para ello, hay que garantizar el equilibrio entre lo público y lo privado y preservar, por supuesto, los principios de seguridad jurídica y de confianza legítima en inversiones de larga duración, que no son contrarios, sino complementarios, con los de control de la prestación y de adecuada regulación de los servicios públicos, de los que nunca podrá abdicar una Administración diligente. Si lo que se pretende es una nueva “moral pública” para evitar la “precarización de condiciones laborales” en las concesiones, o evitar falta de información de costes, la mejor opción es la “reformulación” jurídica de la relación contractual/concesional (por ejemplo, forma de pago de las facturas, supuestos de reequilibrio, exigencias de estabilidad de plantilla o de un mínimo de retribución, prerrogativas de inspección, o inclusión de penalidades, entre otras).
No se trata en definitiva tanto del quién, como del cómo, en la mejor satisfacción del interés público. Las decisiones jurídicos-políticas deben preservar, por tanto, los necesarios equilibrios y, sobretodo, desde la seguridad jurídica, facilitar un modelo de actuación complementaria entre el sector público y el sector privado. Quebrantar la flexibilidad del modelo, desde una única perspectiva ideológica, pervierte la estructura constitucional existente y, por ello, deviene en una actuación contraria a derecho.